02 marzo 2005

Están las tablas empapadas

No gustándote lo que la vida tiene, dijiste
«Está probablemente muerta, sea lo que sea»,
y te diste media vuelta y reflexionaste
sobre un punto del suelo, sobre lo que significa para todos
los que pasamos por la tierra. Y la ninfa de las modas
del aire, razonable, adornada, indica también lo mismo:
«No es necesario privarse. Aquí somos
todos amigos,
y sea lo que sea lo que haga falta para salir de este lío
uno de nosotros ya lo ha conseguido».

De acuerdo, y la masa vigorosa,
obra de un arquitecto local, sabe cómo desprenderse
de las nubecillas que les salen a los cuatro vientos de la boca,
aunque no del todo, y ser honesta
al tiempo que permanece noble y serena.
Las tiendas de campaña instaladas en el jardín
del palacio del gobernador se vuelven imprescindibles
y las tallaron luego en piedra cuando se pudrieron las primitivas.
Brillaban peceras en los salones
barnizados de la jurisprudencia y se pudieron salvar
los frisos de vigor merovingio
y tantas otras cosas hechas para el placer de los sentidos:
como un ciruelo que dejase caer brillantes
sobre un lecho redondo de albero, y todos los cuentos de patos.
Ahora bien, si fuera yo un no combatiente...
lo cual nos trae de nuevo a los otros: filósofos,
pedantes y criminales empeñados en disfrutar la perspectiva pública...
¿es sólo un panorama más?
Pues ninguno de nosotros
puede precisar qué es lo que está pensando,
ni siquiera ése de cuyo brazo paseamos
al aire violeta de la primavera, de modo que llegando
la hora de marcharse, nuestras despedidas suenan
automáticamente falsas o verdaderas
según lo que haya estado pasando antes.
y esa soledad nos ha de acompañar
en el lado remoto de la despedida, donde leemos lo que soñamos.
Nunca la mano se extiende
en la monotonía gris a menos que otra dosis de pensamiento quiera llevársenos a otra parte,
al espacio que parece cambiado, por suerte o simplemente por el haraganear del tiempo
y por el misterio de la familia que te metió
en la carrera que hay, dándole la vuelta al cuento
de manera que por el papel parecía el final el principio
y los niños volvían a ser buenos.
Una nueva pausa ante el paisaje
que se destruye en un torbellino y qué cara tan diferente
tiene cuando sonríe el orden, como pienso
que ahora sonríe. No debemos
doblar nuestros trajes y devolverlos al baúl,
o alguien demasiado joven para ese papel aparecerá
diciendo, «Oye, lo hice yo. Es mío»
a la luz crepuscular de Noviembre, cuando la helada te invada
con la seguridad con la que cruzan las olas la playa, pues no hay escalofrío
que esté completo sin nuestra participación inconfundible. Y tal vez
consideres al marcharte a pie que es éste un aspecto
en el que todos los núcleos y semillas resultan visibles,
que es cuestión de no tomar la decisión de ver.

John Ashbery, Galeones de abril, Visor, Madrid, 1994
[traducción de Esteban Pujals Gesalí]

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