fascinada (o al menos intrigada y lúdica) por los nombres con iniciales iguales, o por las duplicidades que a veces se triplican y las casualidades capicúa, inauguro un nuevo rincón de este caos cada vez más tramado y menos inteligible. se esperan colaboraciones, siempre bienvenidas, en esta idea tan ambigua y prescindible.
Etiquetas: capicúa
Regalo picapúo (hace doce años que me habita esta historia, qué fuerte...)
“Es muy posible que los fantasmas, si es que aún existen, tengan por criterio contravenir los deseos de los inquilinos, apareciendo si su presencia no es deseada y escondiéndose si se los espera y reclama. Aunque a veces se ha llegado a algunos pactos, como se sabe gracias a la documentación acumulada por Lord Rymer en los años treinta: uno de los casos más conmovedores es l de una anciana de la localidad de Rye, hacia 1910. Esa anciana, en su juventud (Molly Morgan Muir era su nombre), había sido señorita de compañía de otra mujer mayor quien, entre otros servicios prestados, leía novelas en voz alta, y era durante esas sesiones cuando había observado que el fantasma de la casa hacía su aparición: cada tarde, mientras ella pronunciaba las palabras de Stevenson o Jane Austen o Dumas o Conan Doyle, veía difusamente la figura de un hombre joven y de aspecto rural, un mozo de cuadra o de establo. La primera vez que lo vio, de pie y con los codos apoyados en el respaldo del sillón que ocupaba la señora, como si escuchara atentamente el texto que recitaba ella, estuvo a punto e gritar del susto. Pero en seguida el joven se llevó el índice a los labios y le hizo tranquilizadoras señas de que continuara y n denunciara su presencia. La joven obedeció, y a partir de entonces, tarde tras tarde y con pocas excepciones, leyó para su señora y también para él, sin que aquélla se diera nunca la vuelta ni supiera de las intrusiones de éste. Cuando la señora murió, ell siguió en la casa, y durante unos días, desconcertada, dejó de leer: el joven no apareció. Convencida de que aquel muchacho rural deseaba tener la instrucción de la que seguramente había carecido en vida, volvió a leer en voz alta para invocarlo, y no sólo novelas, sino tratados de historia y de ciencias naturales, todos los cuales el muchacho siguió escuchando con la misma atención, aunque ya no de pie, sino cómodamente sentado en el sillón vacante. La joven, que se fue haciendo mayor, le hablaba con cada vez más confianza, pero sin obtener nunca respuesta: los fantasmas no siempre pueden o quieren hablar. Hasta que llegó un día en que el muchacho no se presentó, y tampoco lo hizo durante los días ni las semanas siguientes. La joven que ya era casi vieja se desesperó: increpaba al silencio, hacía dolidas preguntas a la nada, lanzaba reproches al aire invisible, se preguntaba cual había sido su falta o error. Aun así seguía leyendo en voz alta a diario, por ver si él acudía. Una tarde se encontró con que la señal del libro de Dickens que le estaba leyendo no se hallaba donde la había dejado, sino muchas páginas más adelante. Leyó con atención allí donde él la había puesto, y entonces comprendió. Había una frase del texto que decía: “Y ella envejeció y se llenó de arrugas, y su voz cascada ya no le resultaba grata.” Cuenta Lord Rymer que la anciana se indignó como una esposa repudiada, y que le dijo al vacío: “Eres injusto. Tú no envejeces y quieres voces gratas y juveniles. Pero yo te he instruido y distraído durante años, y si gracias a mí has aprendido a leer no es para que ahora me dejes mensajes ofensivos. Comprendo que puedas ir en busca de otras voces, nada te ata a mí y nunca me has pedido nada, luego tampoco nada me debes. Pero si conoces el agradecimiento, te pido que al menos vengas una vez a la semana a escucharme y tengas paciencia con mi voz que ya no te agrada. Yo me esforzaré y seguiré leyendo lo mejor posible. Porque ahora que soy vieja soy yo quien necesita de tu distracción.”
Según Lord Rymer, el fantasma del joven rústico no fue enteramente desaprensivo y atendió a razones: a partir de entonces, y hasta su muerte, Molly Morgan Muir esperó con ilusión e impaciencia la llegada del día elegido, la llegada de cada miércoles. Y se piensa que quizás fue eso lo que la mantuvo todavía viva durante bastantes años.”
Javier Marías, Literatura y fantasma
Siruela, 1993.